Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

jueves, 22 de mayo de 2014

La cabeza


Quinta estampa mongólica


La primera vez que el profe Raúl fue a la casa en esa semana, Yayo me enseñaba cómo llevar la anotación en los juegos de pelota. Él siguió directo para el patio, a conversar con el abuelo, mientras nosotros comentábamos en la sala sobre el juego contra el equipo de Los Caballitos. «Ese muchacho pierde la cabeza cuando batea», se quejaba Yayo de Alexis, que ya había lastimado a más de un quécher con su costumbre de tirar el bate para atrás, y por eso Los Caballitos se negaban a jugar si él estaba en la alineación el próximo domingo. «Es como si en ese momento parara de pensar», se lamentaba Yayo. Y bueno, le contesté yo, si alguien pierde la cabeza, ¿con qué va a pensar?

Pues estaba equivocado. Aun así, uno puede ver, oír y hasta entender, lo único es que corres el riesgo de volverte un malvado asesino. La nochecita que regresábamos de ver El jinete sin cabeza en el cine Cauto, encontramos al profe Raúl conversando con mamita y papito en la sala. Como iban a demorar en servir la sopa, Luisito y yo aprovechamos para irnos al comedor y armar un partido de Beisbolito. Desde el puesto del abuelo en la mesa, el profe Raúl me quedaba detrás de la repisa, así que no podía verlo ni tampoco escuché su respuesta cuando mamita le preguntó «¿Por qué no le pides una reunión al secretario del Partido?» Justo ahí, Luisito gritó «¡Jonrón con las bases llenas!» Era cierto, el muy dichoso había sacado un doble seis. Y esa fue la segunda visita del profe Raúl a la casa en aquella semana.

La última fue viernes de tardecita. Abuelo me ayudaba a hacer un guayo que habían dejado de tarea en Educación Laboral y mamita peleaba porque le ensuciábamos el comedor con el entra-y-sale. Estábamos en el patio y fue ella quien nos contó después cómo el profe Raúl quitó el gancho de la puerta, metió la cabeza dentro de la sala y saludó diciendo «En esta casa ya nunca hacen dulce de marañón». Tampoco puse atención cuando papito y el profe Raúl se fueron a conversar debajo del aguacate, en el fondo del patio. Quién iba a fijarse en alguna cosa con el abuelo regañándome para que hiciera parejos los huecos en la plancha de zinc y mamita regañándolo porque así yo nunca aprendería a hacer nada solo. De salida, el profe Raúl se paró delante y me alborotó el pelo con una mano. Yo estaba arrodillado en el piso, y cuando miré hacia arriba, pareció que casi llegando al cielo sonreía una cabeza gigante. Fue entonces que mamita se asomó al patio y le preguntó si no había alguna esperanza. El gigante movió la cabeza «Imagínate, quienes debían defenderme son los que me acusan», y enseguida volvió a sonreírme desde allá arriba «Oye, este muchacho se está volviendo un hombrecito», así dijo.

Esa noche, mientras veíamos un juego de pelota en la televisión, llegó Nereyda con la noticia de que el profe Raúl había matado al director de Educación. «Un solo tiro», repetía ella, «se lo dio con una pistola que llevaba escondida en las botas». Y aunque Nereyda traía puesta la bata de casa finita y los elásticos del blúmer se le marcaban bien claros, esa vez no pude embelesarme con sus nalgas, todo por culpa de las botas del profe Raúl, altas y acordonadas hasta más arriba de la mitad, igual que las había visto delante de mí en el patio. Pero esas botas ahora daban miedo, fíjense que los narradores en el televisor dejaron de oírse y nosotros tampoco atinábamos a decir palabra. «¿Cómo pudo perder la cabeza ese hombre?», se lamentó por fin mamita, y eso de verdad que no lo entendí. Cuando el profe Raúl me pasó la mano por el pelo, tenía la cabeza en su lugar y su sonrisa no era la de un malvado asesino, seguro que no. «¿Y ahora qué le va a pasar?», sollozó mamita. «Quién sabe», dijo el abuelo, «pero no creo que a alguien se le ocurra acusar otra vez a Raúl por pájaro». Y eso sí que lo entendí muy bien.

Ilustración: Frágil, instalación de Jorge Pineda. Figura de cerámica, 100 x 50 x 25 cm.

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