Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

lunes, 27 de enero de 2014

El héroe

Segunda estampa mongólica




Quinito-el-científico tenía plomo en los huesos, nos enteramos una tarde en la poza del río. Allá nos escapábamos a cada rato después de Educación Física, y entonces los muchachos competían a tirarse desde los árboles, a los zapatazos, o a ver quién fondeaba las piedras más grandes. Menos Quinito-el-científico y yo. Yo me sentaba en un altico junto al trillo que bajaba frente a la secundaria, mientras él enseñaba a los demás desde la orilla cómo nadar el estilo mariposa o explicaba lo terrible que podía ser para quien estuviera sumergido si alguien se ponía a chocar dos piedras debajo del agua. Los muchachos le gritaban «Venga, tírate», y él siempre respondía «Na, lo mío es el mar. Si ustedes me vieran en Gibara…»

Como a los muchachos les daba igual que yo no me bañara –con mucho, alguno me gritaba «No te entretengas, mongo, vigila por si alguien baja», vine a darme cuenta del plan cuando Pepín, Alexis y Juanito-peste-a-boca salieron aquella tarde del agua haciéndose los vainas y entre los tres tumbaron a Quinito-el-científico en el suelo. Entonces los demás salieron también a la orilla. Luisito y el Kinka lo desnudaron, mientras Manzanillo les decía «Caballeros, dejen eso. Está bueno ya, suéltenlo…» Pero los otros cargaron a Quinito-el-científico y lo tiraron al agua. Hizo un plaffffff bárbaro al caer.

Se quedaron todos tan pendientes del agua enturbiada por el impacto que yo también bajé a ver. En eso me pareció que pasaron como cinco minutos, y claro que no fue así, nada más el hombre-anfibio aguantaría tanto tiempo debajo del agua. Cuando por fin el fango se aquietó, vimos la sombra de Quinito-el-científico gateando por el fondo de la poza igual que un niño chiquito. No subía, la sombra estaba como amarrada al fondo, y bueno, era que tenía plomo en los huesos, aunque nosotros en ese momento no lo supiéramos. Empezamos a gritarnos «Hagan algo, coño, hagan algo», pero ninguno atinaba a nada. El único fue Manzanillo, que saltó al agua, se sumergió hasta agarrar a Quinito-el-científico por el cuello y lo subió a la superficie.

El profesor Casimiro llegó junto con el bedel de la escuela mientras Quinito-el-científico todavía vomitaba debajo de un Júpiter. Escuchó muy tranquilo las explicaciones, nos puso en fila como si fuera a darnos la clase de Educación Física otra vez, pero en lugar de mandarnos a trotar agarró un gajo del Júpiter y nos entró a cujazos. Lo hizo uno por uno, empezando con Quinito-el-científico por dejarse tirar y terminando con Manzanillo por sacarlo. A mí los cujazos no me dolieron, lo juro, estaba preocupado pensando que los muchachos iban a molestarse conmigo por haber abandonado el puesto de vigilancia.

Como castigo, tuvimos que examinar Matemática, Física y Química en extraordinarios. Y todo porque Quinito-el-científico no avisó antes que tenía plomo en los huesos. Eso lo supimos aquella tarde en que también empezamos a sospechar que ser héroe no era tan gran cosa como decían. Ahí estaba Manzanillo. Se había arriesgado para salvar a Quinito-el-científico y lo único que ganó fueron unos cujazos y tres finales suspendidas.

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